Joseph Ratzinger, el jesuitismo y san Pedro: Cuestiones de coherencia. Pensiero Cattolico

27 Gennaio 2024 Pubblicato da 1 Commento

Marco Tosatti

Queridos amigos y enemigos de Stilum Curiae, ofrecemos a vuestra atención, siguiendo la recomendación de un fiel lector de nuestro sitio web, este artículo aparecido en Il Pensiero Cattolico, a quien agradecemos su cortesía. Feliz lectura y difusión.

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Joseph Ratzinger, el jesuitismo y san Pedro: cuestiones de coherencia

 

Augustinus Hipponensis

Sed si subtiliter veritas ipsa requiratur,

hoc quod inter se contrarium sonuit,

quomodo contrarium non sit, invenitur

(S. Gregorio Magno, Homilia 7 in Evang., n. 1)

 

Según algunos puntos de vista, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, con su acto voluntario de renuncia, se habría puesto voluntariamente en condición de auto-impedimento de la sede y esto con el objetivo de “cismar” -se utiliza precisamente este término- a los herejes y a los opositores de su gobierno.

El interrogante que se plantea es si este plan, así concebido, puede definirse como católico. Lo dudamos. Para quienes apoyan esta línea de interpretación, sin embargo, esto habría sucedido, ya que Benedicto XVI habría actuado en el ámbito de una amplia restricción mental, un modo de acción que, se afirma, sería admitido por la teología moral.

Vayamos en orden.

En honor a la verdad, no parece posible aplicar al difunto papa Benedicto las categorías moralistas de la restricción mental amplia.

Para comprender de qué se trata, debemos recordar que la restricción mental se verifica cuando, al comunicar algo, se restringe el significado de las palabras que se pronuncian para darle otro sentido, que así no sería tan obvio. En este caso, si no hay circunstancias externas que ayuden al oyente o lector a comprender el significado diferente de las palabras que se escuchan o se leen, se caería en un fenómeno de estricta restricción mental también conocido como restricción puramente mental. Si, por ejemplo, uno dijera que ha visto a una persona y no había ninguna circunstancia externa (por ejemplo, un retrato), que le permitiera entender que había visto a esa persona sólo en un retrato y no físicamente, esa afirmación simplemente sería simplemente mendaz y, en consecuencia, inmoral.

Sin embargo, también hay otro tipo de restricción mental: la amplia. Su finalidad intrínseca no sería inducir al error, es decir, hacer creer lo falso, sino ocultar la verdad en los casos en que esta verdad no debería manifestarse, por ejemplo, para salvar vidas humanas.

Pero la restrictio late mentalis con la intención de ocultar la verdad no es licita sin más y sin límites: ciertamente, con ciertas condiciones, una parte de la verdad puede ser silenciada, apelando al principio de que no siempre es obligatorio decirla positivamente, equilibrando así las exigencias de la justicia con las de la verdad, pero con la misma certeza nunca se la puede negar. Sin embargo, los moralistas serios -los probati auctores– ya habían puesto las cosas en claro, explicando que si callar la verdad distorsiona el sentido de lo que se dice y conduce a un error grave, ya no sería una omisión de la verdad sino una comisión de la falsedad… Esto debe quedar muy claro.

¿Cuáles serían entonces las condiciones para una restricción mental amplia? Se requiere que ocultar la verdad sea necesario, o al menos muy útil, y no hay otro medio disponible que éste. Éstas son las condiciones para que se considere moralmente lícito este modo de acción, que, en todo caso, debe considerarse no un medio ordinario, sino excepcional, en vista de un fin superior, considerado obligado o, al menos, útil.

La teología moral se ha preguntado muchas veces sobre la casuística y la legalidad moral de este modo de acción, prácticamente desde la época de San Agustín, y en particular sobre la cuestión de si siempre y en cualquier caso es lícito decir la verdad, incluso cuando de ello se pueda derivar un grave daño para para sí mismo, pero sobre todo para los demás (por ejemplo, en tiempos de persecución).

En la época moderna fue un método particularmente querido por los jesuitas, que pensaban que podían encontrar un precedente para este truco incluso en el Evangelio según san Juan, donde Jesús declaró que no iría a Judea, cuando en cambio fue allí “no públicamente, sin de incógnito”. Otro ejemplo lo podemos encontrar en el libro del Génesis, cuando Abraham le sugirió a su esposa Sara, que era muy hermosa, que les dijera a todos que era su hermana, pues temía que si ella decía que él era su marido y que se había casado con ella en Ur (Gn 11, 28-29), lo habrían matado para llevársela con ellos (Gen 12, 13). Por eso Sara dijo que era hermana del patriarca tanto al faraón de Egipto (ver Gn 12, 11-13) como a Abimelec (Gn 20,12). Más tarde, Abraham le explicó a Abimelec que Sara era en realidad su hermana, ya que compartían el mismo padre, Taré, aunque tenían madres diferentes.

Comportamientos similares también se podrían encontrar en la vida de los santos. Un ejemplo citado a menudo es un episodio bien conocido de la vida de san Atanasio de Alejandría. Cuando el emperador Juliano el Apóstata buscaba la muerte de Atanasio, éste huyó de Alejandría y fue perseguido a lo largo del Nilo. Al ver que los oficiales imperiales le estaban ganando terreno, Atanasio aprovechó un recodo del río, para ocultar su barca de la vista de sus perseguidores, y ordenó a los que conducían su barca que retrocedieran. Cuando las dos barcas se cruzaron, los oficiales romanos gritaron y preguntaron si alguien había visto a Atanasio. Siguiendo las instrucciones del Santo, sus seguidores respondieron a gritos: “Sí, no está muy lejos”. La barca que perseguía a Atanasio navegó rápidamente por el río, mientras Atanasio regresaba a Alejandría, donde permaneció escondido hasta el final de la persecución.

Otra anécdota muy utilizada se refiere a san Francisco de Asís, quien una vez vio a un hombre huyendo de un asesino. Cuando el asesino se encontró con el Santo, le preguntó si su presa había pasado por allí. Francisco respondió: “No pasó por aquí”, metiendo el dedo índice en la manga de su sotana, engañando así al asesino y salvando una vida. Una variante de esta anécdota es citada por el canonista Martín de Azpilcueta para ilustrar su doctrina de la palabra mixta (oratoria mixta), que combina el habla y la comunicación gestual.

Los jesuitas -y no sólo ellos- entonces, al utilizar continuamente esta categoría de restricción mental junto con la anfibología, terminaron cayendo en la casuística y en el probabilismo, tan queridos por Bergoglio. No sorprende, entonces, que a causa de ello los jesuitas sean acusados de jesuitismo, es decir, de hipocresía y de duplicidad, y sean ridiculizados también por dramaturgos como Molière, quien en la comedia El Tartufo (Tartuffe ou l’Imposteur), en la que Tartufo sería el prototipo de la perversidad y la corrupción disimuladas hipócritamente y consideradas como la personificación del jesuitismo .

No es casualidad que, especialmente en el siglo XVIII, los dominicos criticaran duramente estas metodologías.

Blaise Pascal, en cambio, en un célebre pasaje de una de sus obras, puso en boca de un jesuita esta famosa frase: “Una de las cosas más embarazosas que existen es la de evitar la mentira, sobre todo cuando se quiere hacer dar a entender algo falso. Para ello sirve maravillosamente nuestra doctrina de los equívocos, gracias a la cual se permite utilizar términos ambiguos, haciéndolos entender en un sentido distinto de aquel en que nosotros mismos los entendemos, como dice [Tomás] Sánchez […]”. Concluía diciendo que cuando no se encontraran palabras equívocas, se debería recurrir a “la doctrina de las reservas mentales”. Y añadía finalmente: “Sánchez la expone en el mismo lugar: ‘Puedes jurar, dice, que no has cometido algo, aunque en realidad lo hayas cometido, intencionando dentro de ti que no lo has cometido en un día determinado, o antes de nacer, o implicando alguna otra circunstancia similar, sin que las palabras utilizadas tengan significado alguno que pueda hacerlo entender; y esto es muy conveniente en muchos casos, y siempre es muy justo, cuando es necesario o útil para la salud, el honor o las posesiones’” (Blaise Pascal, Carta IX).

Para Pascal -cuya presentación de la práctica parece más caricaturesca que exacta- la reserva consistiría pues en “decir una pequeña verdad y una gran mentira”.

Además, al condenar la laxitud, el papa Inocencio IX también había estigmatizado en 1679 la siguiente proposición inspirada en Sánchez: “Si alguien, solo o delante de otros, interrogado o por su propia voluntad, por diversión o por cualquier otro fin, jura no haber hecho algo que en realidad hizo, pero pretendiendo dentro de sí otra cosa que no hizo, o de manera diferente a como lo hizo, o cualquier cosa real agregada, en realidad no miente y no es perjurio” (Denzinger, n. 2126).

Por lo tanto, la discusión en torno a la restricción mental no ha sido tan pacífica, dado que se ha repetido, como hemos dicho, en diferentes épocas. Por ejemplo, en los manuales inquisitoriales se daban indicaciones sobre cómo comportarse ante los acusados ​​que recurrían a esta metodología, sobre todo para evitar revelar posibles cómplices.

Desde principios del siglo XIII, en la Summa poenitentialis, compuesta entre 1222 y 1229, el dominico san Raimundo de Peñafort, penitenciario del Papa, propuso un caso hecho clásico por san Agustín (De mendacio, V, 5; V, 9 y XIII, 22-23) de la siguiente forma: cómo se debía actuar cuando se le preguntaba a alguien dónde estaba, para matarlo, un hombre que sabía que estaba escondido en su casa. Para salir del apuro, san Raimundo sugirió, cosa que Agustín no habría hecho, el uso de una frase equívoca, “aquí no come”, en latín non est hic, pero que el interlocutor habría entendido en el sentido más obvio de “no está aquí” (est puede ser tercera persona del singular del presente de indicativo de edere, comer, al igual que de esse, ser). Y esto se debe a una buena razón evidente.

Por lo tanto, el problema de la restricción mental todavía se debate en la teología moral. Lo cierto es que, si todo el mundo la utilizara sin límites para casos más o menos urgentes, habría que temer continuamente equivocarse sobre el significado de las palabras ajenas, lo que dificultaría mucho la vida social y cualquier relación.

En referencia a Benedicto XVI, aparte de que no han surgido evidencias documentales que demuestre que el Papa utilizó esta metodología y, además, no se comprendería la urgencia y la necesidad de utilizarla. Además, si fuera cierta la perspectiva de quienes sostienen que Benedicto quiso, al hacerlo, “cismar” una parte de la Iglesia, provocando la expulsión de una parte más o menos consciente de los fieles de todo el mundo católico, habría sido más que dudoso el uso lícito -desde un punto de vista moral- de tal modo de acción.

Por lo tanto, la figura del difunto Papa Ratzinger quedaría seriamente comprometida, desde el punto de vista de la ética católica, desde el momento que la Iglesia nunca ha tenido la intención de provocar -en la historia- una especie de expulsión masiva, además de manera inconsciente por parte de muchos fieles. Ni siquiera en la época de la herejía arriana -que lamentablemente fue mayoritaria en la época de san Atanasio- la Iglesia recurrió a semejante método para expulsar a los herejes “sin que ellos lo supieran”.

El error de atribuir a Ratzinger un pensamiento casi jesuítico se basa, en realidad, en el convencimiento de que el oficio papal sería “propiedad” del Papa, quien, de vez en cuando, lo ostenta; en verdad, no es así, ya que, como cualquier otro ministerio en la Iglesia, es de Dios y es para el bien del rebaño y para la gloria de Dios. El mismo Jesús, durante su vida pública, señaló que los oficios en la Iglesia son para beneficio y servicio de los hermanos: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Todo lo que os digan, hacedlo y observadlo, pero no obréis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen. […]. Pero no os dejéis llamar “rabino”, porque uno solo es vuestro maestro y todos sois hermanos. Y no llaméis “padre” a nadie en la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el Padre que está en el Cielo. Y no os dejéis llamar “maestros”, porque sólo uno es vuestro Maestro, el Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor; pero el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

Si es así, entonces, y si Ratzinger no es el dueño del oficio papal, debe demostrarse que él diseñó el plan “jesuítico” para el servicio de los hermanos. ¿Y qué beneficio, por favor díganme, habría aportado este proyecto a las ovejas del rebaño, que están desorientadas, confundidas y perplejas? Especialmente si es cierto, como se afirma, que el lenguaje utilizado por Benedicto XVI era “anfibológico” y, por lo tanto, no fácilmente inteligible excepto para un círculo restringido de “elegidos” ¿quién lo habría decodificado? Si hubiera sido por el bien de sus hermanos, debería haber hablado claro, con el simple “sí, sí, no, no” evangélicos, sin recurrir a un lenguaje equivoco, o si queremos “político”, o a una reserva mental amplia.

Tampoco se puede comparar a Ratzinger con Jesús, quien hablaba en parábolas con sus adversarios (los escribas y los fariseos sectarios), pero no con sus discípulos, es decir, con sus seguidores, porque el Señor decía “a vosotros os es dado a conocer los misterios del reino de los cielos, pero no les es dado a ellos”. Por el contrario, Ratzinger, según las claves de lectura antes mencionadas, habría utilizado el lenguaje “anfibólico” con cualquiera, tanto amigos como adversarios, sin dejar explicación alguna (como por el contrario habría hecho Jesús, que no dejó de decodificar su lenguaje para sus discípulos), ni siquiera escrita o post mortem. Al menos, hasta la fecha no se sabe nada de esto.

En todo caso, Jesús utilizó un lenguaje anfibólico, que sin embargo partía de la realidad que tenía ante sí y que utilizó no tanto para ocultar ciertas verdades a sus adversarios, sino más bien para ir al encuentro de los sencillos, dando ejemplos tomados de la vida cotidiana de todos los días.

Sin embargo, independientemente del lenguaje supuestamente anfibólico de Ratzinger, dije que Ratzinger habría cometido un pecado muy grave. De hecho, al traer supuestamente y voluntariamente consigo el supuesto munus, ciertamente no habría sido coherente con lo que Cristo siempre pediría a sus Vicarios: es decir, padecer y sufrir con su propio rebaño.

El ejemplo de Quo Vadis, evocado por algunos, parece esclarecedor. San Pedro, como sabemos, huía de Roma, azotada por la primera persecución, la de Nerón. En verdad, aceptó la fuga a instancias de la comunidad cristiana, que lo invitó a ponerse a salvo. Mientras estaba en camino, justo fuera de las murallas de Roma, en la Vía Apia, se presentó el Señor, a quien el Apóstol le preguntó dónde iba (Quo vadis Domine?). Jesús le respondió que si abandonaba a su pueblo, iría a Roma para ser crucificado nuevamente (Venio Romam iterum crucifigi). Palabras cuyo significado era advertir al Apóstol por su decisión de huir y mostrarle cuál era el camino correcto a seguir. Pedro entendió el mensaje del Señor, regresó a Roma y aceptó el martirio.

En consecuencia, Benedicto XVI, supuestamente auto impedido y prisionero en el Vaticano, debería haber aceptado el martirio hasta el final e incluso morir antes que huir ante la presencia de los lobos (recordemos las palabras de Ratzinger el día de su elección: “Recen para que no huya delante de los lobos”).

¿Qué habría sucedido?

Pues bien, si hubiera aceptado el martirio y, por lo tanto, su testimonio supremo, habríamos tenido un Papa legítimo y plenamente legitimado.

¿Pero habría ascendido al trono un Bergoglio, considerado un hereje?

Bueno, a Ratzinger esto no le interesaba, porque -como se dijo- el papado no pertenece al Papa, quien ejerce ese cargo en un determinado momento histórico, sino que pertenece a Cristo y Cristo habría provisto a su Iglesia, manteniendo la fe con su promesa “las puertas del infierno no prevalecerán”. ¿O tal vez Ratzinger –debemos suponer– no creyó en esta verdad? ¿O tal vez concibió el papado como un cargo secular, no muy diferente al de cualquier Presidente de la República?

A este respecto, algunos autores evocan -y diría con razón- el ejemplo de Enea Silvio Piccolomini, que, aunque -no digo- que era un hereje, tenía ciertas ideas que no eran exactamente ortodoxas (¡era un conciliarista! Y sus libros estaban en el Índice), elegido Papa, con el nombre de Pío II, abjuró formalmente de ellas, pronunciando la famosa frase “rechacen a Eneas, reciban a Pío”.

Pablo VI también hizo algo parecido, recordando que Montini estaba muerto y que Pablo estaba allí.

Precisamente por la garantía sobrenatural que asiste al oficio papal, si Ratzinger hubiera aceptado el martirio y por tanto hubiera renunciado plenamente, habría sido elegido un Bergoglio o cualquier otro que, aunque hubiesen sido grandes pecadores, existía la garantía que no habría podido desviarse del depositum fidei. Pero si hoy Bergoglio se desvía, confundiendo a la comunidad católica, hay que atribuirlo a la grave responsabilidad de Ratzinger que, dada la clave interpretativa mencionada, habría renunciado voluntariamente al munus, considerándose dueño de él y concibiendo erróneamente el papado como un cargo político con el que hacer juegos de distinta naturaleza.

 

Publicado originalmente en Italiano el 23 de enero de 2024, en https://www.marcotosatti.com/2024/01/23/joseph-ratzinger-il-gesuitismo-e-s-pietro-questioni-di-coerenza-pensiero-cattolico/#respond

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

 

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1 commento

  • Amparo ha detto:

    Ya el hecho de leer la presunta renuncia el día 11 de febrero ( año 2013 ) y fijar la supuesta dimisión para las 20 horas del mismo mes, demuestra que se sentía dueño del Oficio. Además, en su “última audiencia” ( 27 de febrero ) recalcó que está insólita abdicación era hecha “de un modo nuevo” y que él no abandonaba el servicio papal sino que lo asumía precisamente de una manera distinta “mi decisión de renunciar al ministerio activo no revoca esto (el servicio petrino) … Ya no tengo la potestad del Oficio pero permanezco en el servicio de la oración”. La anfibología de estas palabras es de tal calibre, que bastan para constatar que no sólo es una renuncia inválida, sino que Joseph Ratzinger se considera dueño de un Oficio que sólo pertenece a Aquel que lo ha instituído: Cristo, Dios y Señor de su Iglesia.

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