VÍNCULO DEL CASO MCCARRICK CON EL PLACET PAPAL A LAS UNIONES HOMOSEXUALES

15 Novembre 2020 Pubblicato da

 

 

Marco Tosatti

Estimados amigos y enemigos de Stilum Curiae, Luca Del Pozzo nos ha enviado esta reflexión sobre dos acontecimientos recientes en la vida de la Iglesia. Le agradecemos por esta contribución suya, extremadamente interesante, una ayuda para leer e interpretar con perspicacia la realidad -ciertamente no exultante- en la que nos encontramos viviendo. Buena lectura.

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“Informe McCarrick” y uniones civiles homosexuales, lo que verdaderamente se pone en juego es la doctrina sobre la homosexualidad

A primera vista, no parecería haber nada en común entre el llamado Informe McCarrick, el denso expediente del Vaticano que reconstruye hechos y fechorías del depredador serial y ex cardenal de Washington, Theodore McCarrick, y el respaldo papal a las uniones civiles del mismo sexo de hace unas pocas semanas. Pero en una mirada un poco más cuidadosa ambos eventos aparecen vinculados porque tocan de cerca una problemática que sobre todo en los últimos años ha adquirido una densidad en absoluto marginal. Obviamente estamos hablando de la homosexualidad, o más bien, de cómo la Iglesia se relaciona con ella.

Lo que emerge con indudable evidencia, incluso en presencia de un enfoque diferente (al menos por ahora) según se trate de la homosexualidad dentro o fuera de la Iglesia, es que existe una desconexión cada vez más marcada entre doctrina y pastoral.

Allí donde la primera es confirmada formalmente, a decir verdad en algunos casos más por deber oficial que por convicción (o al menos eso es lo que se percibe), por el contrario la segunda se caracteriza desde hace algún tiempo también por la presión de una injusticada y engañosa exigencia “reparadora” para una aceptación tan incondicional (literalmente, es decir, sin condiciones) de las personas homosexuales, lo cual ha engendrado en la opinión pública, para no hablar en amplios sectores eclesiales, la convicción de que la Iglesia considera ahora la homosexualidad como una condición absolutamente normal, tanto como la heterosexualidad.

Es exactamente este el aspecto más desconcertante, a los fines del discurso que estamos haciendo, del Informe McCarrick: el hecho de que –como lo ha evidenciado claramente Riccardo Cascioli- las alarmas contra el entonces prelado, con todo lo que siguió a la reducción al estado laical, se dispararon recién en 2017, cuando se denunció el primer caso de abuso de un menor.

Como si el problema hubiera sido solo el componente pedófilo o efebofílico de su conducta y no también (y principalmente, agregamos, considerando también la relación causa-efecto que en 8 de cada diez casos existe entre homosexualidad y pedofilia en las filas del clero, lo que desde otro ángulo también representa la mejor prueba de que no es aboliendo el celibato que se resolverá el problema del colapso de vocaciones ya que un homosexual no sabría qué hacer al poder emparejarse con una mujer) y no también, decíamos, la conducta homosexual en sí misma que, en el presente caso, se había practicado activamente durante décadas.

Dicho de otra manera: mientras McCarrick se limitó a la sodomía, seguramente la práctica era moralmente cuestionable, pero transeat [pasable]; pero cuando McCarrick dirigió su atención hacia los menores, entonces no, es suficiente, hasta aquí. Anticipo la objeción: pero es desde las noches de los tiempos que la homosexualidad florece entre los hombres de Dios, ni descubrimos ahora que la Iglesia siempre ha hecho la vista gorda a, cómo decirlo, las debilidades del clero en materia sexual. En realidad, las cosas no son exactamente en estos términos.

Vittorio Messori explicó esto a su modo durante una entrevista que tuve el placer (y el honor) de hacerle hace algún tiempo. Cuando le pregunté si consideraba que había un intento en la Iglesia de eliminar la homosexualidad, ésta fue la respuesta: “Los homosexuales siempre se han sentido atraídos por la Iglesia, los barcos, las fuerzas armadas, los bomberos y las obras de construcción, todo lo cual todavía hoy tiene un porcentaje muy alto de hombres. Todo obispo católico lo sabía y estaba atento, dispuesto a despedir al aspirante al seminario que se revelaba homosexual, tal vez después de aprobar el primer examen para conocer las tendencias. Luego vino el Concilio y con él entró también en la Iglesia el virus autoritario y grotesco de lo ‘políticamente correcto. Entonces, nada de discriminación, puertas abiertas para todos, rechazar a alguien era un comportamiento “fascista”’. Especialmente en países como Alemania o Inglaterra o incluso Estados Unidos, las jerarquías católicas se avergonzaban por no adaptarse a la mayoría protestante donde los homosexuales eran y son recibidos como privilegiados e incluso se convierten en obispos quizás ‘casados’ con el hombre del que están enamorados. Sin llegar (al menos por ahora) a estos extremos, la presencia homosexual se ha ampliado mucho incluso entre el clero católico.

Pero llegar a ‘legitimarla’ pública y oficialmente, como se pide, me parece difícil, ya que están de por medio tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento con sus indiscutibles y graves condenas. Pero se ha recurrido a un truco que muchos católicos, ingenuamente, no han advertido. En efecto, se organizó todo un sínodo mundial sobre la sodomía en la Iglesia, pero no se llegó a mencionar nunca, digo nunca, las palabras ‘homosexuales’ y ‘homosexualidad’. El sínodo estuvo circunscrito rigurosamente a la pedofilia, la violación sexual de los niños. Pero ésta es una perversión más bien rara, como raros son los niños solitarios en la sacristía o en el oratorio. Según las tristes estadísticas, más del 80% de los violentados o al menos abusados no fue ni está compuesto por niños, sino por adolescentes y jóvenes. En resumen, no la pedofilia, sino la pederastia homosexual “normal”. Pero esto no se debería decir, para no arrastrar a la condena a los señores homosexuales, tan numerosos y poderosos”.

He querido informar la respuesta de Messori en su totalidad porque da en el clavo. Y el punto es que a) no es cierto que en el pasado la Iglesia haya ignorado los casos de homosexualidad entre sacerdotes o aspirantes; b) el punto de inflexión se produjo después del Concilio, cuando a causa de una malentendida “apertura” de la Iglesia al mundo (apertura que, sin embargo, hay que decir, no es imputable al Concilio como tal, digan lo que digan sus detractores, sino más bien a la lectura “progresista” del Concilio dada al menos en Italia principalmente por la llamada Escuela de Bolonia y que históricamente se ha impuesto) también la formación del clero, como la moral sexual en su conjunto se ha dejado atrapar por las sirenas de la modernidad. Las consecuencias están a la vista de todos.

Decíamos al principio que además del Informe McCarrick también el ahora famoso aval papal a las uniones civiles del mismo sexo -una frase, hay que decirlo de inmediato para evitar equívocos, está contenida en una entrevista concedida por Francisco en 2019 a la experta vaticanista mexicana Valentina Alazraki, después cortada y quitada de la versión transmitida por Televisa, y que finalmente reapareció por caminos hasta hoy misteriosas en el documental “Francesco” presentado en el Festival de Cine de Roma-, es importante para comprender cómo la Iglesia visualiza hoy la homosexualidad. Después del ruido mediático inicial y la avalancha de reconstrucciones y análisis, muchas veces de signo contrario, aparecieron en los días posteriores a la “primicia”, ahora que la pólvora se ha asentado en al menos un punto es posible aclarar (y esto con el debido respeto a la nota emitida por la Secretaría de Estado a todas las nunciaturas del mundo, que dejó sin respuesta varios interrogantes sobre una historia desde el principio con trazos opacos, sin mencionar el hecho de que la nota fue remitida dos semanas después del lanzamiento del documental, sin firma y sin ser difundida por los medios de comunicación vaticanos, por lo tanto con poca o ninguna cobertura). Ya en las horas inmediatamente posteriores al tsunami desatado por la frase del Papa -“lo que debemos hacer es una ley de convivencia civil. Tienen derecho [los homosexuales] a estar protegidos legalmente. Yo defendí esto” – la mayoría de los comentaristas se apresuró a tranquilizar, con la evidente intención de amortiguar el impacto, en algunos casos haciéndolo pasar casi como una no noticia, que no, la doctrina sobre el matrimonio no ha cambiado, el magisterio sigue siendo el mismo de siempre (y sólo por caridad cristiana guardamos silencio sobre los que han llegado a decir “pero el Papa nunca dijo esa frase”). En síntesis: una cosa es la familia, como unión entre un hombre y una mujer, otra cosa es todo lo que no se puede llamar familia. Por lo tanto, no hay nada nuevo bajo el sol si no es una confirmación ulterior de que ahora el acento, por así decir, se dirige más a escuchar las necesidades concretas de las personas homosexuales, su aceptación y diálogo.

Pero razonar en estos términos significa mirar el dedo para no ver la luna. El equívoco de fondo (muy probablemente alimentado artísticamente como medio de distracción de masas) ha consistido en que el problema fuera, precisamente, sólo la doctrina sobre el matrimonio, sin considerar también la otra cara de la medalla, es decir, la doctrina sobre la homosexualidad. No por casualidad Vito Mancuso, teólogo insospechable de cualquier rigidez doctrinal, relacionó lo dicho por el Papa justamente con el parágrafo n. 2357 del Catecismo, para subrayar cómo “a la luz de este texto pienso que es clara la novedad explosiva de las palabras de Francisco, según las cuales las personas homosexuales ‘tienen derecho a una familia’”.

Un hecho es cierto: si verdaderamente no ha cambiado la doctrina y lo que ha cambiado es solamente la sensibilidad pastoral, no existe más que un solo modo para mantener juntas las dos cosas: considerar las uniones homosexuales como puramente “platónicas”, o sea, sin prever relaciones sexuales. Si esto no sucede -y a primera vista la impresión es que en la abrumadora mayoría de los casos no sucede- entonces es difícil creer que el magisterio sobre la homosexualidad no haya cambiado de hecho, si la Iglesia está dispuesta a aceptar que dos personas homosexuales también vivan su unión carnalmente, lo que los coloca en una condición objetiva de pecado mortal. ¿O nos hemos perdido algo? A menos que, precisamente, los “actos” homosexuales ya no sean considerados como los considera -con firmeza- el Catecismo.De aquí surge la pregunta, la misma pregunta que surge tal cual del acontecimiento McCarrick: ¿la Iglesia considera todavía los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados”, sí o no? Si la respuesta es sí, desde el momento que todos dicen que la doctrina no ha cambiado, entonces quizás alguno tendría que haber hecho presente (pero no nos consta que haya sucedido), por ejemplo, al señor Andrea Rubera que aparece en el documental “Francesco” -quien es el portavoz de la Asociación de Cristianos LGBT “Caminos de Esperanza”-, que entre otras cosas el 18 de junio pasado organizó un encuentro sobre el libro Chiesa e omosessualità, un’indagine alla luce del Magistero di papa Francesco [Iglesia y homosexualidad, una investigación a la luz del magisterio del papa Francisco], escrito por un periodista muy conocido que escribe en el diario de la Conferencia Episcopal- que el alquiler de vientre es una práctica inmoral bajo todo punto de vista; además, que si verdaderamente él y su compañero quieren educar católicamente a sus hijos, es muy difícil que esto pueda suceder viviendo en una situación objetiva de pecado mortal, cualquiera fuese la unión también física (justo para la crónica recordamos que el suscitado Rubera, junto al señor Dario De Gregorio, han tenido tres hijos recurriendo al alquiler de vientre, y que a propósito de la madre de esos niñños el señor De Gregorio expresó durante una transmisión por televisión la sugestiva tesis, que no necesita de comentarios, según la cual “la madre no existe, es un concepto antropológio, no existe”). Si, por el contrario, la respuesta es no, entonces es necesario pasar de los hechos a las palabras y decir apertis verbis, y formalmente, que para la Iglesia los actos homosexuales no son más pecaminosos.

Seguramente, lo que desconcierta y entristece a muchísimos fieles es la confusión, el ver una Iglesia con los pies en dos soportes gracias a extravagantes equilibrios teológicos y pastorales con el emblema “sí, pero” que no tienen nada que ver con el evangélico “vuestro hablar sea sí, sí; no, no, lo demás viene del maligno” (que, para ser honesto, no hay ni dos paréntesis, dado que se puede percibir a lo lejos de qué lado se quiere inclinar la balanza entre pastoral y doctrina). Con el agravante de que uno ni siquiera se da cuenta de que de este modo, por un poco de piedad barata, la Iglesia no sólo no les hace ningún bien, sino que es ella misma la que pone a los homosexuales en una situación de alto riesgo, engañándolos de que si ellos también vivieran carnalmente su homosexualidad, esto sería, después de todo, un detalle insignificante, si no legítimo. Entre otras cosas, la situación se ve agravada por el hecho de que incluso en el ámbito católico parece ir ganando cada vez más terreno la tesis, de ningún modo demostrada y de hecho fuertemente discutida en el ámbito científico y más allá, de que la homosexualidad sería una condición innata, un dato biológico inscrito en los genes de la persona. Lo que para muchos equivale a una suerte de “todos libres”, como si la homosexualidad fuera, en realidad, algo natural y, por tanto, irreversible, sólo hay que darse cuenta y vivir el propio ser en la forma lo más felizmente posible.

Ahora bien, quienes razonan de esta manera parecen perderse el detalle no trivial también admitido y no concedido que se nace homosexual, no es que esto haga que la persona que vive esta condición sea menos libre y, por tanto, menos responsable de sus actos. En otras palabras: se puede pecar de todos modos, tanto como heterosexual como homosexual, independientemente de cómo se nace. ¿Cómo? Simplemente viviendo la propia sexualidad de una manera no casta, es decir, de una manera que no sea conforme a la voluntad de Dios. Que después esto, en la práctica, para una persona homosexual que quiere vivir cristianamente implica la necesidad de abstenerse de cualquier relación, ya que las relaciones homosexuales abiertas a la vida y fecundas es un hecho secundario que puede agradar o no, que puede ser más o menos gravoso, pero que ciertamente no cambia la realidad. Con demasiada frecuencia se olvida que amar a alguien no significa necesariamente hacerle bien también. No es casualidad que San Alfonso María de Ligorio dijera que la misericordia de la justicia divina envía más almas al infierno.

Este enfoque exasperadamente realista, este querer casi inclinarse frente a la realidad, a la vida verdadera, a la existencia concreta de las personas parece no sólo dramáticamente miope, sino también invalidada la mayoría de las veces por un sentimiento últimamente atribuible al escándalo de la cruz, más que a una genuina mirada evangélica. No sólo eso. Pero por paradójico que pueda parecer, esto que no es en absoluto paradójico, no es difícil distinguir un trasfondo de pilatesco egoismo detrás de cada enfoque tan benévolo, tan atento a la verdadera realidad de las personas, tan respetuoso de su libertad; tan respetuoso como para dejarlos libres para hacerse el mal renunciando a ofrecer y anunciar el verdadero bien, es decir, Cristo. Como si la realidad, probablemente también en virtud de una teología aproximativa de la Encarnación, tuviera en sí algo de sacro e inviolable. Es como una madre que viese al hijo caminando peligrosamente sobre el borde de un precipicio, y en vez de hacer de todo para evitar que se precipite se limitara a decir: “¿quieres caminar por el borde del barranco? Tranquilo, siéntete libre, es tu vida”. O como si un médico que se limitara a curar las heridas, sin también (y primariamente) preocuparse de lo más importante, es decir, que el enfermo no tenga que lastimarse más. ¿O no creemos más que Dios tiene el poder de cambiar el corazón del hombre?

Pero, se dice, los tiempos cambian, y con ellos la sociedad. Y la Iglesia debe adaptarse a los tiempos. Es verdad. Pero no estamos seguros que “adaptarse a los tiempos” deba traducirse necesariamente en la simple “admisión”, suspendiendo todo juicio sobre la historia y sobre la realidad, como si el cambio en sí fuese un hecho positivo (y por como han ido las cosas sólo en el último medio siglo diría que hay bastante como para dudar). Así como no estamos seguros que el simple recibimiento, cualquiera que sea, el simple ir al encuentro con un abrazo lleno de misericordia sin un contextual llamado a la conversión (del corazón, se entiende) sea sinónimo de verdadera caridad.

Entre el hacer más cautivante el “mira y siente” del cristianismo con un tránsito por el historicismo y hacer del Evangelio algo a medida del hombre el pasaje es breve. Lo que nos lleva derecho a la pregunta decisiva: si la Iglesia todavía cree que su ley suprema es la salvación de las almas o es otra cosa. “El buen Dios – decía Bernanos- no ha escrito que fuésemos la miel de la tierra, joven mío, sino la sal. La sal sobre la piel quema. Pero le impide también pudrirse”. La opción que la Iglesia tiene ante sí, hoy como ayer, es entre Aarón y Moisés, entre el dar al mundo un poco de miel y decir lo que el mundo quiere escuchar, aunque sea al costo de decir lo que no agrada a Dios; o bien volver a ser sal, y sal que quema sobre la piel, diciendo al mundo lo que agrada a Dios, aunque lo que dice no agrade al mundo.

Luca Del Pozzo

 

Publicado originalmente en italiano el 14 de noviembre del 2020, en https://www.marcotosatti.com/2020/11/14/cosa-lega-mccarrick-al-placet-papale-alle-unioni-omosessuali/

 

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

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