Monseñor Carlo Maria Viganò. Homilía en la festividad de la Ascensión del Señor

19 Maggio 2023 Pubblicato da Lascia il tuo commento

Marco Tosatti

Muy estimados StilumCuriales, recibimos y publicamos con gusto esta homilía del arzobispo Carlo Maria Viganò. Feliz lectura y difusión.

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HOMILÍA

en la festividad de la Ascensión de Nuestro Señor

 

¿De qué os maravilláis cuando miráis al cielo?

Hch 1, 11

 

En el Introito de la Misa de hoy hemos cantado: Viri Galilæi, quid admiramini aspicientes in cælum? Hombres de Galilea, ¿de qué os maravilláis cuando miráis al cielo? Los dos Ángeles preguntan esto a los Apóstoles, absortos al ver ascender al Señor. La pregunta de los mensajeros celestiales es retórica: el prodigio que deroga las leyes de la naturaleza es nada comparado con el milagro de la Resurrección, del que serán testigos hasta el martirio.

¿Por qué se asombran al ver al Señor ascender al cielo? ¿Se asombran al verle ascender milagrosamente para desaparecer en las nubes, o se asombran por el hecho que les deja solos, justo ahora que ha resucitado y puede restaurar el reino de Israel (Hch 1, 6)? ¿Pero no les ha dicho ya: Iré a preparar el lugar para ustedes. Y cuando me haya ido y les haya preparado el lugar, vendré de nuevo y les llevaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes (Jn 14, 2-3)?

¿Por qué el Señor no se quedó con nosotros? Si no hubiera ascendido al cielo tan rápidamente, más aún, si todavía estuviera aquí en la tierra, habría podido viajar y hacer conocer su Evangelio con la autoridad de un Dios hecho hombre, muerto y resucitado. El Cristianismo se habría difundido más rápido y con mayor éxito, incluso salvando muchas vidas de mártires. Si el Señor se hubiese quedado en la tierra, habría podido realmente restaurar el reino de Israel en la Iglesia Católica, gobernando él mismo como Pontífice y como Rey. Habría atravesado los siglos sin envejecer, y esto habría bastado para convertir el mundo a Él. Es por eso que los apóstoles se asombran: porque todavía actúan y piensan según la mentalidad del mundo.

Después de treinta años de vida retirada y tres de ministerio, en tres días Nuestro Señor venció a la antigua Serpiente con su propia Pasión y Muerte, redimiendo al precio de su preciosísima Sangre a toda alma arrebatada de la salvación eterna por el pecado de Adán. Nos ha redimido, nos compró esclavos del demonio para hacernos libres y no más siervos, sino amigos (Jn 15, 15). En los cuarenta días que siguieron a la Resurrección, Él enseñó a los Apóstoles las verdades de la Fe y a celebrar los Sacramentos, y al final de este “seminario” acelerado, impartido nada menos que por el Señor en persona, llegó el momento de abandonar el Cenáculo: Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a todos los hombres. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, será condenado (Mc 16, 15-16). Es Su último mandato, Su legado antes de dejar esta tierra.

Sólo transcurren diez días entre la Ascensión del Señor y el descenso del Espíritu Santo: recibirán la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 7). Las llamas del Paráclito que se posan sobre las cabezas de los Apóstoles y de la Santísima Virgen el día de Pentecostés inician la Santa Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, y a partir de ese momento las puertas del Cenáculo -hasta entonces cerradas por miedo a los judíos (Jn 20, 19)- se abren de par en par y salen personas nuevas, renacidas en el Espíritu Santo, que ya no piensan según el espíritu del mundo, sino según Dios. Lo cantaremos dentro de unos días: Emitte Spiritum tuum, et creabuntur; et renovabis faciem terræ [Envía tu Espíritu y serán creados; y renovarás la faz de la tierra].

En el momento en que se dejaron tocar por la Gracia, cambiaron su forma de pensar. Y gracias a ello comprenden la necesidadde la Ascensión. La Iglesia nace cuando los Once que permanecieron fieles a su Maestro comprenden que ese vacío dejado en esta tierra por el Señor, ese espacio de tiempo que va desde su Ascensión al cielo hasta su regreso en gloria al final de los tiempos, debe ser utilizado para hacer fructificar los tesoros infinitos de los Méritos de la Pasión de Cristo, con la predicación del Evangelio a todas las naciones, con el testimonio de nuestra Fe, con la conversión de las almas al único Pastor en el único redil, en el único Bautismo, en la única profesión de Fe.

La Santa Iglesia es la continuación de la presencia de Su Jefe divino hasta el fin del mundo. Es en su seno purísimo -el Santo de los Santos, el Altar de Dios- donde en el Santo Sacrificio de la Misa, desciende el Señor bajo los velos eucarísticos con su Cuerpo y Sangre gloriosos, su Alma y Divinidad. Y son los hombres los que realizan este milagro inefable, gracias a cuyo Sacerdocio Nuestro Señor Jesucristo permanece en esta tierra, presente a los ojos de la Fe, prisionero del Sagrario, para que con Santo Tomás podamos reconocerlo y adorarlo como nuestro Señor y nuestro Dios, incluso sin meter los dedos en sus santas Llagas.

El Santísimo Sacramento del Altar, corazón palpitante de la Santa Iglesia, es el don divino que deja del Señor que asciende a los cielos para sus fieles, a quienes deja en esta tierra de exilio, en este valle de lágrimas, en este campo de batalla que nunca conoce a tregua. Y mientras en el canto del Evangelio recordamos el misterio de la Ascensión apagando simbólicamente el Cirio Pascual, otra llama permanece encendida: es la de la lámpara roja que arde junto al Sagrario. Ella honra la Presencia del Rey de reyes, que en su infinita magnificencia se humilla, exponiéndose a la irreverencia, al sacrilegio y a la profanación de los impíos, si bien tiene el consuelo de vernos postrados ante Él para rezarle, agradecerle los favores concedidos, implorarle una gracia, pedirle perdón por nuestras faltas, recibirle en la Santísima Eucaristía y hacer de nuestras almas el templo de la Santísima Trinidad. Poniendo en Él toda nuestra fe, toda nuestra esperanza y todo nuestro amor: fac me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere[hazme siempre creer más en ti, tener esperanza en ti y amarte].

Si Nuestro Señor hubiera querido Su propio triunfo según la mentalidad del mundo, nos habría creado sin libre albedrío, programándonos para hacer sólo Su voluntad, sin mérito y sin culpa. Tampoco habría creado a los ángeles pecadores, evitando tener contra él las huestes de los espíritus rebeldes. Nos habría hecho a todos iguales, distribuyéndonos equitativamente por el planeta, equipándonos con lo estrictamente necesario y controlando cada una de nuestras acciones. En definitiva, habría actuado como Klaus Schwab, nos habría reducido a la esclavitud y hubiera aniquilado lo que nos hace humanos y maravillosamente divinoa nuestro Creador: nuestra singularidad, nuestra libertad para amarle y para corresponder con nuestra miseria a la magnificencia de sus gracias.

El “éxito” del Señor no se realiza según la mentalidad del mundo, pues si así fuera no sería más que una ilusión, un efímero fuego artificial, como todas las cosas mundanas que no proceden de Dios. El “éxito” de Cristo se produce con esa delicadeza del padre que deja a su hijo la satisfacción de demostrarle sus propias capacidades, el fruto extraído de la enseñanza paterna. Como el artesano que, teniendo que marcharse, deja el taller al más experimentado, para darle la posibilidad de confirmar la confianza que ha depositado en él. Y sabe que al volver no quedará decepcionado.

Nuestro Señor sube al cielo para que desde ahora cada uno de nosotros, y especialmente los Sucesores de los Apóstoles, tengamos el mandato de anunciar la salvación de Dios en un mundo rebelde y apóstata, de llevar la luz de Cristo a las tinieblas del pecado y de la muerte. Les envío como ovejas en medio de lobos (Mt 10,16), nos dijo, preanunciándonos que un discípulo no es más que el maestro, ni el siervo más que su señor (Mt 10, 25). Este es un tiempo de prueba, que dura -con resultados desiguales- desde hace dos mil años: la Iglesia sigue haciendo presente a Cristo en la tierra, y ofreciéndole místicamente al Padre. ¡Pero cuántos lobos, disfrazados no sólo de corderos, sino incluso de pastores! ¡Cuántos mercenarios corruptos, engañados pensando que pueden defraudar a su amo antes de su regreso! ¡Cuántos traidores, que buscan destruir la Iglesia precisamente para anular la presencia de Dios e impedir la salvación de las almas!

En la pregunta de los dos Ángeles a los Discípulos hay una advertencia: Ese Jesús, que fue arrebatado de entre ustedes al cielo, de la misma manera vendrá como le habéis visto ir al cielo (Hch 1, 11). Esto remite al final de los tiempos, cuando Nuestro Señor triunfante sobre la muerte y el pecado regrese para juzgar a vivos y muertos, para concluir con un juicio universal aquella victoria sobre la antigua Serpiente anunciada en el Proto evangelio (Gn 3, 15), inaugurada con la Encarnación, consumada con la Pasión y Muerte en la Cruz, pero aún incompleta ya que falta la condena pública de Satanás y de sus servidores. Una condena inexorable, ya escrita, pero que todavía debe ser pronunciada. Liber scriptus proferetur, in quo totum continetur, unde mundus judicetur, cantamos en el Dies iræ. El libro que ha sido escrito, en el que todo está contenido, será leído y el mundo será juzgado cantamos en el Dios irae.

Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lc 18, 8). Si miramos a nuestro alrededor, deberíamos decir que sí, porque las adversidades que atravesamos permiten que muchas almas se conviertan y vuelvan a Dios, y esta celebración es una prueba de ello. Pero si miramos al mundo, nos horrorizamos, empezando por la apostasía, la corrupción y la inmoralidad en que se encuentra la Jerarquía católica. Muchos de mis hermanos y muchos sacerdotes piensan que es más fácil promover una versión blanda del cristianismo -humanitaria, ecologista y globalista- porque se considera que no se puede proponer su “edición integral” a la mentalidad del mundo. Con mentalidad mercantil creen que pueden “renovar la publicación” proponiendo un “producto” nuevo que satisfaga los gustos de los clientes. Cosas poco exigentes, tan genéricas como tranquilizadoras para quienes no quieren cambiar nada de su vida: solidarismo, acogida, inclusión, sinodalidad, resiliencia, eco-sostenibilidad. Y sobre todo: ninguna referencia al pecado, por tanto ninguna culpa original, ninguna Redención, sino sólo un “caminar juntos”, hacia el abismo. La Pasión y Muerte del Señor estorba, divide, no incluye. No construye puentes, sino que erige muros.

¿Pero esta es la Fe que el Señor enseñó a los Apóstoles durante los tres años de ministerio público y, después de la Resurrección, hasta el momento de la Ascensión? ¿Es por esto que instituyó el Orden Sagrado y todos los Sacramentos? ¿Es por esto por lo que ordenó enseñar a todas las naciones? ¿Por esto murieron los Mártires en medio de tormentos atroces? ¿Que se nos diga que la misión divina de la Iglesia de convertir a los pueblos es un “solemne disparate”? ¿Es por esto que los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia han dedicado su vida a la predicación de la doctrina? ¿Para escuchar discursos delirantes y farragosos contra los que permanecen fieles a la Santa Tradición, marginados como indietristas o nostálgicos patológicos? ¿Por esto fueron perseguidos los sacerdotes católicos en la Inglaterra de Enrique VIII o en la Francia del Terror? ¿Para ver prohibida esa Misa odiada por los herejes de todos los tiempos?

Los dos Ángeles no sólo amonestan a los Discípulos que están frente a ellos, sino también a cada uno de nosotros: Ese Jesús, que fue arrebatado de entre ustedes al cielo, de la misma manera vendrá como le habéis visto ir al cielo (Hch 1, 11). Y cuando vuelva preguntará a sus administradores qué han hecho con los talentos inestimables que les dejó en el cofre de la Santa Iglesia. Rindan cuenta de su administración (Lc 16, 2). Tiemblo ante la idea del Juicio de Dios, que ha constituido en autoridad al Papa y a los Obispos para que sean otros Cristos y prediquen el Evangelio a todos los pueblos, y hoy encuentra a la Iglesia infestada por un sanedrín de hipócritas, herejes y apóstatas empeñados en repartirse con los poderosos de la tierra Su inconsútil manto. ¿Cómo se ha usufructuado el patrimonio de Cristo, constituido por los Sacramentos y la Santa Misa? ¿Copiando la “Cena” a los protestantes y prohibiendo el Rito Apostólico? ¿Cómo se han hecho multiplicar los talentos de la predicación y del apostolado, los tesoros de doctrina de los Santos Teólogos? ¿Promoviendo el ecumenismo irenista y participando sacrílegamente en el panteón de las “religiones abrahámicas” de Abu Dhabi? ¿Haciendo adorar el ídolo infernal de la Pachamama en el Vaticano? ¿Fomentando los vicios y burlándose de las virtudes? ¿Promoviendo a prelados indignos y persiguiendo a los buenos sacerdotes? Estos corruptos burócratas mitrados se apresurarán a desenterrar el tesoro, pensando que pueden devolverlo impunemente, cuando fue ganado con la Sangre del Cordero.

La Ascensión del Señor nos muestra que Su voluntad es que cooperemos en la obra de la salvación, porque somos miembros vivos de Su Cuerpo que es la Iglesia, y como tales debemos seguir mansamente a su Cabeza divina. Así lo pide a los Pastores, a quienes ha ordenado predicar el Evangelio y bautizar a todas las gentes, sin dejar lugar a dudas sobre la condena que espera a los que no se conviertan y a los que no anuncien el Evangelio. Porque la autoridad de los Pastores es vicaria, es decir, existe precisamente porque se ejerce en ausencia física de Nuestro Señor, única Cabeza de la Iglesia. El que a ustedes escucha me escucha a Mí, y el que desprecia a ustedes me desprecia a Mí (Lc 10, 16): son palabras que tranquilizan a los que son despreciados por el mundo porque las predica Cristo, pero que deben aterrorizar a los que son acogidos por el mundo porque en nombre de Cristo predican otro Evangelio. Y ay de los que hacen despreciar a Cristo porque con la autoridad de Cristo propagan el error, legitiman el pecado y el vicio y escandalizan con su conducta de vida.

El Señor se va sin ruido, de la misma manera que resucitó en silencio. Solo, se deja ver por los Discípulos, para que a la evidencia de Su Ascensión a los cielos siga la Fe en Su presencia sacramental en la Sagrada Eucaristía custodiada por la Iglesia, la Esperanza de reunirse con Él en la gloria celestial y la Caridad ardiente en amarle a Él y al prójimo por Su causa. Esta es la herencia que la Iglesia de Cristo transmite intacta desde hace dos mil años, y que nadie puede modificar ni adulterar, engañándose a sí mismo pensando que puede salirse con la suya: Deus non irridetur. Porque cuando el Señor vuelva, querrá tomar posesión de los inestimables bienes espirituales que ha concedido en administración a sus ministros, de los que tendrán que dar cuenta.

Por tanto, hagamos un tesoro -todos: desde la cúspide de la Iglesia hasta el creyente más humilde- del tiempo que nos queda. De lo que nos queda en esta vida mortal, antes de comparecer ante Dios para el Juicio Particular. De lo que le queda al mundo y a la Iglesia antes del fin de los tiempos, antes del Juicio Final. Si tan solo una sola alma ha sido conquistada para Cristo por nuestra predicación, por nuestro ejemplo, por una buena palabra nuestra podremos mostrar serenamente al Señor que hemos multiplicado los talentos recibidos y le oiremos responder: Bravo, siervo bueno y fiel… entra en el gozo de tu Señor (Mt 25, 23). Que este deseo se aplique especialmente a quienes el Señor ha constituido en la autoridad en la Iglesia: que ésta sea la intención de las oraciones que depositamos a los pies de la Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, María Santísima. Que así sea.

 

Publicada originalmente en italiano el 18 de mayo de 2023, en https://www.marcotosatti.com/2023/05/18/mons-vigano-omelia-nella-festa-dellascensione-del-signore/

Traducción al español por: José Arturo Quarracino

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