Arzobispo Viganò: Homilía sobre la Trinidad. Cita al papa León XIV y a San Agustín, recuerda la blasfemia de Bergoglio
17 Giugno 2025
Marco Tosatti
Queridos amigos y enemigos de Stilum Curiae, ponemos a vuestra disposición esta homilía pronunciada por el arzobispo Carlo Maria Viganò. Disfruten la lectura y la meditación.
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Mons. Carlo Maria Viganò
In illo uno unum
Homilía en el Domingo de la Santísima Trinidad
Gratias tibi, Deus, gratias tibi,
vera et una Trinitas, una et summa Deitas,
sancta et una Unitas
[Gracias a ti, Dios, gracias a ti,
Trinidad verdadera y una, Deidad suprema y única,
Unidad santa y una]
Ant. ad Magn.
La Santa Iglesia celebra hoy con especial solemnidad uno de los principales misterios de la Fe católica: la Santísima Trinidad, el único Dios verdadero en tres Personas iguales y distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Misterio -en el sentido griego del término μυστήριον-, es lo que la mente humana no llega a conocer, excepto a través de una Revelación divina. Al acoger esta Revelación, el hombre acepta humildemente su propio estado de criatura necesitada de ayuda sobrenatural y gratuita, que va más allá del conocimiento racional de un único Dios que premia a los justos y castiga a los malvados. En efecto, cada persona lleva en sí misma esa impronta del Creador que le muestra los principios morales de la Ley natural; mientras que el conocimiento de los Misterios divinos, como la Santísima Trinidad y la Encarnación, sólo es posible gracias a la Fe en lo que la autoridad del Dios revelador nos propone creer a través del Magisterio de la Iglesia.
Este punto de vista implica dos verdades. La primera, que es teóricamente posible que el hombre corrompido por el pecado original se salve -cuando ignora totalmente el Evangelio-, aunque sólo sea comportándose rectamente y siguiendo la luz de la recta razón. La segunda, que sólo en la única y verdadera Iglesia de Cristo, la Apostólica Católica Romana, única guardiana de la Revelación divina y depositaria de los medios de la Gracia santificante, el hombre pecador, purificado por el Bautismo, tiene los instrumentos ordinarios que le permiten de hecho salvarse a sí mismo, profesando la Fe católica que Nuestro Señor enseñó a los Apóstoles y que la Santa Iglesia nos propone creer infaliblemente.
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí, dijo el Señor (Jn 14, 6). Si creemos que Jesucristo es el Hijo unigénito del Padre, que se encarnó por nosotros los hombres y por nuestra salvación, que padeció y murió por nosotros, que resucitó y que está sentado a la derecha del Padre, y si conformamos nuestra conducta de vida a su santa Ley y a lo que Nuestro Señor nos ha mandado, seremos salvos. Y para creer en esto, debemos creer también en la Santísima Trinidad, que Él nos ha dado a conocer y de la que llevamos, como criaturas suyas, la impronta indeleble. De hecho, es la dimensión trinitaria de nuestra naturaleza humana la que nos hace verdaderamente a imagen y semejanza de Dios, del Dios Uno y Trino. Nuestras facultades se refieren a los atributos divinos: a la memoria del Padre, al intelecto del Hijo y a la voluntad del Espíritu Santo.
Quienes creen que el Misterio de la Santísima Trinidad es asunto de los teólogos y que el hombre común puede ignorarlo están cometiendo un error imperdonable, en primer lugar porque ponen en tela de juicio esa maravillosa pedagogía que el Señor quiso adoptar con nosotros, haciéndonos partícipes no solo del conocimiento de las Tres Personas divinas, sino también de su naturaleza divina, en el momento en que con Su Encarnación Nuestro Señor asumió la naturaleza humana. Una hermosa oración del Ofertorio, compuesta por San León Magno, dice:
Deus, qui humanæ substantiæ dignitatem mirabiliter condidisti et mirabilius reformasti, da, per hujus aquæ et vini mysterium, ejus divinitatis esse consortes, qui humanitatis nostræ fieri dignatus est particeps, Jesus Christus, Filius tuus, Dominus noster [Dios, que has creado admirablemente la dignidad de la sustancia humana y la has reformado aún más admirablemente, concédenos que, por el misterio de esta agua y de este vino, seamos partícipes de la divinidad de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor, que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad].
Si no profesamos nuestra fe en la Santísima Trinidad no podemos comprender la razón que hace que nuestra Religión Católica sea única y verdaderamente divina, no solo creíble, sino que sea creída [credenda]: el milagro inaudito de la Encarnación del Hijo Unigénito del Padre, con la cooperación del Espíritu Santo, para redimirnos y arrebatarnos de la muerte eterna que por nuestra culpa hemos merecido en Adán. Y nuestra vida es siempre trinitaria: al Padre debemos nuestra creación, al Hijo nuestra redención y al Espíritu Santo nuestra santificación.
Esto nos lleva a una visión teocéntrica —más propiamente cristocéntrica— de κόσμος divino, del orden de todas las cosas, que encuentran su principio y su fin en Cristo, según las palabras del Apóstol: Instaurare omnia in Christo (Ef 1, 10). Porque es en virtud de la unión hipostática que el Hombre-Dios, el nuevo Adán, restablece ese orden que Adán había violado. Un orden divino que se funda en Dios, en la Verdad y en la Caridad, que nos lleva también a creer y a amar, veritatem facientes in caritate (Ef 4, 15).
¿Pero quién se opone, queridos hermanos, a esta visión ordenada y perfectísima, que refleja las perfecciones de la Santísima Trinidad, sino aquél que es mentiroso y homicida desde el principio (Jn 8, 44)? Satanás no es capaz de amar, sino sólo de odiar; no crea nada, sólo sabe destruir; y su odio no solo se dirige a Dios, sino también a nosotros los hombres, porque el Verbo eterno del Padre eligió hacerse carne, hacerse hombre. Por lo tanto, si nuestra salvación depende de creer en la Santísima Trinidad y en la Encarnación, es obvio que Satanás hará todo lo posible para adulterar la pureza de la Fe y así tratar de frustrar la obra de la Redención. Porque el que cree, se salvará, y el que no cree, ser condenará (Mc 16, 16). La envidia del Diablo por nuestro destino sobrenatural, que en su soberbia le ha sido negado, lo lleva a desatarse precisamente al hacernos creer que podemos salvarnos sin creer en la Santísima Trinidad y en la Encarnación.
El pasado 13 de septiembre, con motivo de un viaje a Singapur, Jorge Bergoglio había afirmado que todas las religiones son un camino para llegar a Dios. Son -hago una comparación- como diferentes idiomas, diferentes idiomas, para llegar allí. Pero Dios es Dios para todos. Y puesto que Dios es Dios para todos, todos somos hijos de Dios. ‘¡Pero mi Dios es más importante que el tuyo!’. ¿Es esto cierto? Hay un solo Dios, y nosotros, nuestras religiones, sonos lenguas, caminos para llegar a Dios. Algunos son sijs, algunos son musulmanes, algunos son hindúes, algunos son cristianos, pero son caminos diferentes. ¿Entendieron?
Estas palabras blasfemas nos horrorizan debido a su matriz satánica intrínseca. Subvierten la realidad objetiva, relativizándola y adaptándola a la forma en que es percibida por el individuo. Los modernistas del siglo XIX atribuyeron la multiplicidad de doctrinas a la “necesidad de lo sagrado” en el hombre, y esta necesidad inmanente se tradujo primero en el ecumenismo hacia los no católicos, luego se expandió a las falsas religiones y a las supersticiones idólatras, y finalmente convergió en el panteísmo, en el Cristo Cósmico de Teilhard de Chardin, en la Pachamama. La Revelación cristiana, para los modernistas, no consiste en la acción del Dios vivo y verdadero que se da a conocer y se revela en sus misterios al hombre, su criatura, sino en la proyección de un “sentimiento religioso” inmanente, en una quimera creada por el hombre -un ídolo, literalmente- y por lo tanto dependiente de su cultura, del ambiente en el que ha nacido, de los condicionamientos externos, de la sociedad. En la visión católica, el hombre como criatura se inclina ante la Majestad divina del Creador que se manifiesta y se revela; en el delirio modernista, Dios es una criatura del hombre, que en razón de su infinita dignidad es libre de elegir los dioses para anexarlos a su propio panteón. ¿Y qué es esto, sino la aplicación del idealismo hegeliano en el campo teológico, según el cual la realidad es producto de la razón o del espíritu? Es sobre esta base filosófica que se funda todo el edificio herético del ecumenismo del Vaticano II, resumido en la visión sincretista de la Casa de la Familia Abrahámica en Abu Dhabi.
Esta visión antropocéntrica e inmanentista de la religión está evidentemente en abierta contradicción con el Credo católico, que se basa, por el contrario, en la acción reveladora de la Santísima Trinidad a través de la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, con la cooperación del Espíritu Santo. Nuestra santa Religión no es el fruto de especulaciones sesudas, ni la proyección de una “necesidad de lo sagrado” a la que el hombre da una respuesta parcial e incompleta, “algunos son sij, algunos son musulmanes, algunos son hindúes, algunos son cristianos“. Al contrario, es la suma total de las doctrinas y de los preceptos que Jesucristo -verdadero Dios y verdadero Hombre- enseñó a los Apóstoles y les ordenó transmitir intacta a todos los hombres, para que puedan ser salvados de la condenación eterna que merecieron al pecar en Adán.
La sociedad moderna, impregnada de relativismo, es víctima de un gran engaño diabólico. No cree que exista una verdad objetiva, sino que cada uno puede crear su propia realidad virtual, que es verdadera y falsa al mismo tiempo. Ya sea que Dios es trino o no; que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se haya encarnado o no no es entonces importante, porque para los neomodernistas la finalidad de la religión no es conocer, adorar, amar y servir a Dios y merecer la bienaventuranza eterna, sino tener un concepto común y lo más genérico posible de lo divino que sirva a la causa de la fraternidad universal, sin ninguna perspectiva ultraterrenal. Esto es precisamente lo que hace la Revolución: muta el fin en medio y el medio en fin, es decir, rebaja al Dios vivo a un ídolo entre muchos, o bien erige un ídolo en el lugar del Dios vivo. Es decir, negar la Verdad para afirmar todo error; no reconocer al Dios Trino, para poder reconocer a todos los ídolos. Y este es un trabajo intrínsecamente diabólico.
El Papa León ha elegido como lema In illo uno unum, que retoma este pasaje de San Agustín extraído de la Exposición del Salmo 127: Por lo tanto, ustedes son muchos y son uno; somos muchos y somos uno. ¿Cómo es que, a pesar de ser muchos, somos uno? Porque nos aferramos a Aquél de quien somos miembros, y si nuestra Cabeza está arriba en el cielo, los miembros también le seguirán.
El salmo 127 comienza con estas palabras: Beati omnes qui timent Dominum, qui ambulant in viis ejus. Bienaventurados los que temen al Señor, los que transitan en sus caminos. Es en relación con estas palabras del salmista que debemos leer y comprender el comentario del Santo Obispo de Hipona. No en perseverar en el camino de ese falso ecumenismo irénico que silencia la Verdad para agradar al espíritu del mundo, sino en volver al principio único y ontológico de la realidad trascendente e indefectible del Dios Uno y Trino, manteniéndonos estrechamente unidos a Aquél de quien somos miembros, el Dios-Hombre, el Verbo hecho carne, sin el cual es imposible llegar al Padre. Que esto no sea un simple deseo, sino la esperanza confiada de ver todas las cosas recapituladas finalmente en Cristo, la gloria restaurada a la Santísima Trinidad, el honor a la Santa Iglesia y al Papado, la salvación a las almas que el divino Pastor ha confiado a su Vicario en la tierra. Y que así sea.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
15 de junio de MMXXV
Dominica I post Pentecosten, in festo Ss.mæ Trinitatis
Publicado originalmente en italiano por Marco Tosatti el 16 de junio de 2025, en https://www.marcotosatti.com/
Traducción al español por: José Arturo Quarracino
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La utilización de cualquier instrumento técnico que ponga en peligro el secreto (sigillum) sacramental está penada expresamente con la EXCOMUNIÓN LATAE SENTENTIAE, reservada directamente a la Sede Apostólica (Congregación para la Doctrina de la Fe. Decreto General de 23-IX-1988. A.A.S. 80 (1988) 1367).
De aquí se concluye la gravísima situación por la que está pasando la Iglesia militante con grave daño para la salud de las almas. Y esto desde el año 2013. Esta situación, lejos de solucionarse con la elección de un aparente y presunto papa, se ha agravado mucho más, dadas las irregularidades canónicas de Robert Francis Prevost. EL TENGA OJOS PARA VER Y OÍDOS PARA OÍR QUE SE HAGA CARGO DE LA GRAVEDAD. De lo contrario se hace cómplice de esta maldad.
Quieran o no, Robert Francis Prevost siendo Obispo de Chiclayo en el Perú, durante la falsa pandemia impuso la Confesión de los fieles en su Diócesis usando el Teléfono Móvil. Este acto, según la Ley de la Iglesia y el Derecho Divino expresado en ambos Códigos -el de 1917 y el de 1983- viola gravísimamente el SAGRADO SIGILO SACRAMENTAL, por el que tantos Santos sufrieron al martirio (San Juan Nepomuceno y San Juan Sarkander, entre muchos). Conlleva, de acuerdo con los Sagrados Cánones LA EXCOMUNIÓN LATAE SENTENTIAE. Es un pecado gravísimo y el que lo comete queda fuera de la Iglesia. NO HAY MÁS QUE DECIR. Usar el teléfono para confesarse es un acto diabólico que aparta a los fieles del Sacramento, porque otros pueden oír aquellos pecados de los que el penitente se acusa en Confesión. No hay, por tanto, después de la profanación de las Sagradas Especies eucarísticas, mayor sacrilegio. Allá ustedes.