“Jesús Hijo del Dios vivo, el único Salvador”. Primera homilía de León XIV. El documento de Abu Dhabi va al archivo…
12 Maggio 2025
Marco Tosatti
Queridos amigos y enemigos de Stilum Curiae, ponemos a vuestra disposición este post publicado en Facebook por Renzo Puccetti a quien agradecemos su cortesía. El primer discurso de León XIV es la homilía dirigida a los cardenales, y veo que a Renzo Puccetti le han llamado la atención los mismos elementos que suscitaron mi interés y mi esperanza. En la parte inferior se encuentra la homilía. Disfruten la lectura y difundan.
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Pues bien, el Papa me hizo otro bonito regalo que yo le había pedido: tiró por el inodoro la Declaración de Abu Dhabi, en la que afirma que la voluntad de Dios es que haya varias religiones.
En su homilía de esta mañana, frente a los cardenales, el papa León XIV dijo: “Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo, es decir, el único Salvador y el revelador del rostro del Padre. En él, para hacerse cercano y accesible a los hombres, Dios se nos ha revelado en los ojos confiados de un niño, en la mente viva de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22), hasta aparecerse a sus discípulos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso”.
Y luego, tal vez porque le parecía poco, quiso exagerar rechazando implícitamente también la base teórica de Amoris Laetitia y de muchos otros errores de teología moral, según los cuales la santidad es solo un modelo ideal (en Amoris Laetitia “ideal” aparece 19 veces).
El papa León continuó diciendo: “[Jesús] nos mostró así un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto con la promesa de un destino eterno que, en cambio, supera todos nuestros límites y capacidades”.
Un modelo de humanidad que todos podamos imitar, no un ideal que solo puede ser alcanzado por unos pocos santos elegidos. Es un comienzo, pero es un comienzo que abre el corazón.
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Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – A continuación, presentamos el texto íntegro de la primera homilía pronunciada por el papa León XIV durante su primera misa como Pontífice. La celebración se llevó a cabo en la Capilla Sixtina, al día siguiente de su elección. Concelebraron con el recién elegido Obispo de Roma los Cardenales electores que entraron en el Cónclave y el Decano del Colegio Cardenalicio, Cardenal Giovanni Battista Re.
[Palabras improvisadas en inglés] Comenzaré con unas palabras en inglés, luego continuaré en italiano. El salmo responsorial dice: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque grandes maravillas ha hecho el Señor”. Ciertamente, no solo conmigo, sino con todos nosotros. Hermanos cardenales, mientras celebramos esta Misa, los invito a reconocer las maravillas que el Señor ha hecho, las bendiciones que el Señor sigue derramando sobre cada uno de nosotros. Ustedes me han llamado a llevar la cruz del Ministerio Petrino, he sido bendecido con esta misión pero sé que puedo contar con cada uno de ustedes para caminar juntos. Caminen conmigo mientras seguimos siendo Iglesia, una comunidad de amigos de Jesús. Como creyentes seguimos proclamando el Evangelio para decir: [comienzo de la homilía en italiano]
«Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). Con estas palabras, Pedro, interrogado por el Maestro -junto con los demás discípulos- sobre su fe en él, expresa en síntesis el patrimonio que durante dos mil años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, conserva, profundiza y transmite. Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo, es decir, el único Salvador y el revelador del rostro del Padre.
En él, Dios, para hacerse cercano y accesible a los hombres, se nos ha revelado en los ojos confiados de un niño, en la mente viva de un joven, en los rasgos maduros de un hombre (cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22), hasta aparecerse a sus discípulos, después de la resurrección, con su cuerpo glorioso”. De este modo, nos mostró un modelo de humanidad santa que todos podemos imitar, junto a la promesa de un destino eterno que, en cambio, supera todos nuestros límites y capacidades.
En su respuesta, Pedro capta estas dos cosas: el don de Dios y el camino que hay que recorrer para dejarse transformar por Él, dimensiones inseparables de la salvación, confiadas a la Iglesia para que las proclame para el bien del género humano. Confíadas a nosotros, elegidos por Él antes de ser formados en el seno materno (cf. Jr 1, 5), regenerados en el agua del Bautismo y, más allá de nuestras limitaciones y sin mérito nuestro, traídos aquí y enviados desde aquí, para que el Evangelio sea anunciado a toda criatura (cf. Mc 16, 15).
En particular, después Dios, llamándome a través de vuestro voto para suceder al primero de los Apóstoles, me confía este tesoro para que, con su ayuda, sea un administrador fiel (cf. 1Co 4, 2) en beneficio de todo el Cuerpo místico de la Iglesia; para que Ella sea cada vez más una ciudad asentada sobre el monte (cf. Ap 21, 10), el arca de salvación que navega a través de las olas de la historia, faro que ilumina las noches del mundo. Y esto no es tanto a causa de la magnificencia de sus estructuras o la grandeza de sus construcciones -como los monumentos en los que nos encontramos-, sino por la santidad de sus miembros, de ese «pueblo que Dios ha adquirido para anunciar las obras admirables de aquél que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2, 9).
Sin embargo, al principio de la conversación en la que Pedro hace su profesión de fe, hay también otra pregunta: «¿Quién dice el pueblo —pregunta Jesús— que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16, 13). No se trata de una pregunta trivial, sino de un aspecto importante de nuestro ministerio: la realidad en la que vivimos, con sus límites y sus potencialidades, sus interrogantes y sus convicciones.
“¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt 16, 13). Pensando en la escena sobre la que estamos reflexionando, podríamos encontrar dos posibles respuestas a esta pregunta, que esbozan otras tantas actitudes. En primer lugar, está la respuesta del mundo. Mateo subraya que la conversación entre Jesús y sus discípulos sobre su identidad tiene lugar en la hermosa ciudad de Cesarea de Filipo, llena de lujosos palacios, situada en un escenario natural encantador, a los pies del Hermón, pero también sede de crueles círculos de poder y escenario de traiciones e infidelidades.
Esta imagen nos habla de un mundo que considera a Jesús como una persona totalmente insignificante, en el mejor de los casos un personaje curioso, que puede suscitar asombro con su modo insólito de hablar y actuar. Y así, cuando su presencia se vuelva molesta por las exigencias de honestidad y morales que él exige, este “mundo” no dudará en rechazarlo y eliminarlo.
Luego está la otra posible respuesta a la pregunta de Jesús: la de la gente común. Para ellos, el Nazareno no es un “charlatán”: es un hombre recto, que tiene valor, que habla bien y que dice las cosas justas, como otros grandes profetas de la historia de Israel. Es por eso que lo siguen, al menos mientras pueden hacerlo sin demasiados riesgos e inconvenientes. Pero lo consideran sólo un hombre, y por eso, en el momento del peligro, durante la Pasión, también ellos lo abandonan y se van, decepcionados.
Impacta la actualidad de estas dos actitudes. De hecho, encarnan ideas que podríamos encontrar fácilmente -tal vez expresadas con un lenguaje diferente, pero idéntico en sustancia- en los labios de muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Incluso hoy en día son no pocos los contextos en los que la fe cristiana es considerada algo absurdo, para personas débiles y poco inteligentes; contextos en los que se prefieren otras seguridades: la tecnología, el dinero, el éxito, el poder y el placer.
Son ambientes en los que no es fácil testimoniar y proclamar el Evangelio y en los que los creyentes son objeto de burla, hostigamiento, desprecio o, a lo sumo, soportados y compadecidos. Sin embargo, precisamente por eso, son lugares donde la misión es urgente, porque la falta de fe lleva consigo a dramas como la pérdida del sentido de la vida, el olvido de la misericordia, la violación de la dignidad de la persona en sus formas más dramáticas, la crisis de la familia y tantas otras heridas que nuestra sociedad sufre y no poco.
También hoy en día no faltan contextos en los que Jesús, aunque apreciado como hombre, es reducido sólo a una especie de líder carismático o de superhombre, y esto no sólo entre los no creyentes, sino también entre muchos bautizados, que así acaban viviendo, a este nivel, en un ateísmo de facto.
Este es el mundo que se nos confía, en el que -como nos ha enseñado tantas veces el papa Francisco- estamos llamados a dar testimonio de una fe alegre en Jesús Salvador. Por eso, también para nosotros es esencial repetir: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Es esencial hacerlo ante todo en nuestra relación personal con Él, en el compromiso de un camino diario de conversión. Pero además también como Iglesia, viviendo juntos nuestra pertenencia al Señor y llevando su Buena Nueva a todos (cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, n. 1).
Digo esto ante todo por mí, como Sucesor de Pedro, mientras comienzo mi misión como Obispo de la Iglesia que está en Roma, llamada a presidir en la caridad a la Iglesia universal, según la famosa expresión de san Ignacio de Antioquía (cf. Carta a los Romanos, Salutación). Conducido encadenado a esta ciudad, lugar de su inminente sacrificio, escribió a los cristianos que se encontraban allí: “Entonces seré verdaderamente discípulo de Jesucristo, cuando el mundo no vea mi cuerpo” (Carta a los Romanos, IV, 1).
Se refería a ser devorado por las fieras en el circo —y así sucedió—, pero sus palabras recuerdan en un sentido más general un compromiso irrenunciable para quien en la Iglesia ejerce un ministerio de autoridad: desaparecer para que Cristo permanezca, hacerse pequeño para Él sea conocido y glorificado (cf. Jn 3, 30), entregarse hasta el final para que a nadie le falte la oportunidad de conocerlo y amarlo. Que Dios me conceda esta gracia, hoy y siempre, con la ayuda de la tiernísima intercesión de María, Madre de la Iglesia
(Agencia Fides, 9/5/2025).
Publicado originalmente en italiano por Marco Tosatti el 10 de mayo de 2025, en https://www.marcotosatti.com/
Traducción al español por: José Arturo Quarracino
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Inician las primeras malas señales: Fidelidad absoluta al Concilio Vaticano II (en particular el ecumenismo -Nostrae Aetate-), Fidelidad al magisterio bergogliano (Evangelii Gaudium). Se olvida y se aparta de modo impresionante de dos mil años de Magisterio perenne. En pocas palabras este “papa” de católico no tiene nada, salvo el nombre y la muceta. Si a ello añadimos la irregularidad de su elección (en realidad sucede al “Papa Francisco”, sin aclarar lo que realmente sucedió en febrero del año 2013), mi parecer es que, aparte de que estamos ante un Papa dudoso (papa dubius, papa nullus) el peligro para la Doctrina Católica es peor que cuando estaba Bergoglio. Debajo de la sotana almidonada se encuentra, tal vez, la mayor amenaza para el porvenir inmediato (humanamente hablando) de la Iglesia UNA SANTA CATÓLICA Y APOSTÓLICA.
On ne voit nulle part dans ce texte des propos qui confirment clairement que le document d’Abou Dhabi est relégué aux archives, aux oubliettes, ”aux toilettes”.
N’oublions pas non plus que ce document a été signé par des dignitaires de l’islam qui ne sont certainement pas disposés à le voir abrogé.
Tenemos un Papa católico! Dios lo bendiga, lo inspire, lo sostenga y lo proteja! La Virgen y San José rueguen continuamente a Dios por él!