Monseñor Viganò: El hilo del que pende el Concilio.

23 Gennaio 2023 Pubblicato da Lascia il tuo commento

Marco Tosatti

Estimado StilumCuriali, recibimos y publicamos con gusto este texto del Arzobispo Carlo Maria Viganò. Feliz lectura.

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Monseñor Viganò: El hilo del que pende el Concilio

Réplica a Reid, Cavadini, Healy y Weinandy

 

Et brachia ex eo stabunt,

et polluent sanctuarium fortitudinis,

et auferent juge sacrificium:

et dabunt abominationem in desolationem.

Dan 11, 31

 

Sigo con interés el debate sobre Traditionis custodes y el comentario en el que Dom Alcuin Reid (aquí) presenta una réplica a Cavadini, Healy y Weinandy sin llegar a una solución a los problemas tratados. Mediante la siguiente aportación me propongo señalar una posible salida a la actual crisis.

Al no ser un concilio dogmático, el Vaticano II no ha querido definir ninguna verdad doctrinal, y se ha limitado a recalcar de forma indirecta –y por otra parte bastante equívoca– doctrinas que ya habían sido definidas con claridad y de modo inequívoco por la autoridad infalible del Magisterio. Indebidamente y de manera forzada se ha considerado el Concilio por antonomasia, el superdogma de la nueva Iglesia conciliar, hasta el punto de definirla en relación con dicho evento. En los textos conciliares no se halla la menor mención explícita de lo que se hizo más tarde en el terreno litúrgico, que se hace pasar como implementación de la constitución Sacrosanctum Concilium, mientras que abundan las críticas a la supuesta reforma, que supone una traición a la voluntad de los padres conciliares y el legado litúrgico preconciliar.

Para empezar, debemos preguntarnos qué valor se debe atribuir a un acto que, más allá de sus   preámbulos oficiales –es decir, en los esquemas preparatorios, larga y minuciosamente formulados por el Santo Oficio–, ha demostrado ser subversivo por sus intenciones inconfesables y doloso en cuanto a los medios empleados por quienes –como más tarde sucedió– quisieron utilizarlo con una finalidad totalmente contraria a aquella para la que la Iglesia ha instituido los concilios ecuménicos. Esta introducción es indispensable para valorar objetivamente los hechos y actos de gobierno de la Iglesia que derivaron de él o aluden a él.

Me explico: sabemos una ley se promulga sobre la base de una mentalidad bien precisa que no puede prescindir de la totalidad del sistema jurídico en cuyo ámbito nace. Este es el cimiento fundamental del derecho que la sabiduría de la Iglesia tomó del Imperio Romano. El legislador promulga una ley con una finalidad determinada, y la formula de manera que no haya la menor ambigüedad en dicha ley con respecto a sus destinatarios, su finalidad y sus consecuencias. Poner en marcha un concilio ecuménico supone convocar solemnemente a los prelados de la Iglesia, bajo la autoridad del Romano Pontífice, al objeto de definir aspectos particulares de la doctrina, la moral, la liturgia o la disciplina eclesiástica. En todo caso, lo que se defina en un concilio no debe apartarse de los límites de la Tradición ni puede en modo alguno contradecir el Magisterio inmutable. De lo contrario se opondría a la finalidad que legitima la autoridad de la Iglesia. Y lo mismo se puede decir del Papa: únicamente posee potestad plena, inmediata y directa sobre la Iglesia dentro de los límites de la misión que se le ha encomendado: confirmar a los hermanos en la Fe y apacentar los corderos y las ovejas de la grey que le ha confiado el Señor.

Hasta el Concilio Vaticano II, jamás se dio en la historia de la Iglesia que un concilio pudiera anular de facto los concilios que lo precedieron, ni que un concilio pastoral –en esto el Vaticano II fue una auténtica excepción– tuviera una autoridad superior a la de veinte concilios dogmáticos. Y sin embargo sucedió, ante el silencio de la mayor parte del episcopado y la aprobación de nada menos que cinco romanos pontífices, desde Juan XXIII a Benedicto XVI. A lo largo de estos cincuenta años de revolución permanente, ningún papa ha puesto en duda el magisterio del Concilio Vaticano II, ni mucho menos se ha atrevido a condenar las tesis heréticas o a precisar las que eran ambiguas. Al contrario: a partir de Pablo VI, todos los pontífices han hecho que sus respectivos pontificados giren en torno al Concilio y a su puesta en práctica, subordinando y vinculando su autoridad apostólica a los dictados conciliares. Se han distinguido por distanciarse de sus predecesores y por una destacada autorreferencialidad, desde Roncalli hasta Bergoglio: su magisterio se inicia con el Concilio y de ahí no pasa, mientras que sus sucesores canonizan a sus predecesores por el mero hecho de haber iniciado, concluido o aplicado el Concilio. El propio lenguaje teológico se ha adaptado a la ambigüedad de los textos conciliares, llegando al punto de dar por definidas doctrinas que antes del Concilio se consideraban herejías. Por ejemplo, la laicidad del Estado, que actualmente se da por hecho y se considera un logro y laudable; el ecumenismo irenista de Asís y Astaná; o el parlamentarismo de las comisiones, el sínodo de los obispos o el camino sinodal de la Iglesia alemana.

Todo esto obedece a un postulado que casi todos dan por hecho: que el Concilio Vaticano II tiene potestad para arrogarse la autoridad de un concilio ecuménico ante la cual deban los fieles suspender todo juicio y doblegarse humildemente a la voluntad de Cristo, expresada infaliblemente por sus sagrados pastores, aunque sea de forma pastoral y no dogmática. Y no es así, porque los sagrados pastores pueden ser engañados cayendo en la trampa de una tremenda conspiración que quiso servirse de un concilio para lograr sus fines.

Lo mismo que sucedió a escala mundial con el Concilio se dio también a nivel local con el Sínodo de Pistoya en 1786, en el que la autoridad del obispo Escipión de’ Ricci –que la podía ejercer legítimamente convocando un sínodo diocesano– fue declarada nula por Pío VI porque había hecho uso de ella cometiendo fraude de ley. O sea, contra la razón que preside y orienta toda ley de la Iglesia[1]: porque la autoridad de la Iglesia corresponde a Nuestro Señor, que es Cabeza de ella, y la concede por delegación a San Pedro y sus sucesores legítimos dentro de los límites exclusivos de la Sagrada Tradición. No es temerario por tanto suponer que una camarilla de herejes pudiera organizar un auténtico golpe de estado eclesial con miras a imponer la revolución que con métodos análogos organizó la Masonería en 1789 contra la monarquía francesa, y que el cardenal Suenens  celebró como algo realizado por el Concilio. Tampoco contradice la infaltable asistencia divina de Cristo a su Iglesia: el non prevalebunt no nos promete la ausencia de conflictos, persecuciones y apostasías; lo que nos garantiza es que en la tempestuosa batalla de las portae inferi contra la Esposa del Cordero no conseguirán acabar con la Iglesia de Cristo. La Iglesia no será derrotada mientras se siga siendo como su Eterno Pontífice le mandó que fuera. Es más, la especial asistencia del Espíritu Santo a la infalibilidad pontificia no se discute cuando el Papa no tiene la menor intención de hacer uso de ella, como cuando aprueba los actos de un concilio pastoral. En consecuencia, es posible teóricamente que se sirva de un concilio de modo subversivo  y engañoso; también porque los falsos cristos y falsos profetas de los que hablan las Sagradas Escrituras (Mc.13,22) podrían engañar a los propios elegidos, entre ellos a buena parte de los padres conciliares, y junto con ellos a innumerables clérigos y fieles.

Así pues, si como es evidente se hizo un uso fraudulento de la autoridad del Concilio para imponer doctrinas heterodoxas y ritos protestantizados, podemos esperar que tarde o temprano vuelva a la Silla de San Pedro un pontífice santo y ortodoxo que resuelva esta situación declarándolo ilegítimo, nulo e írrito, como el conciliábulo de Pistoya. Y si la liturgia reformada expresa los errores doctrinales y la impostura eclesiológica que el Concilio contenía en germen, y sus artífices no quisieron hacer patentes el pleno alcance de su devastación hasta después de que fuera promulgado, no hay motivo pastoral alguno para que, como afirmaba Dom Alcuin Reid, se justifique la continuación de ese rito espurio, equívoco, favens hæresim y desastroso a más no poder en sus efectos sobre el santo pueblo de Dios. El Novus Ordo no amerita, pues, la menor corrección, ninguna reforma de la reforma, sino la plena derogación y eliminación, en vista de su incurable heterogeneidad en la liturgia, con el Rito Romano del que presuntamente se supone que es única expresión, y con respecto a la doctrina inmutable de la Iglesia. Dice Dom Alcuin que hay que refutar la mentira, como insiste San Pablo, pero que hay que salvar a quien ha caído en su propia trampa, no dejar que se pierda. Sí, claro, pero no en detrimento de la Verdad y de la honra que se debe a la Santísima Trinidad en el acto supremo del culto. Porque al conceder un peso excesivo a la pastoralidad se termina por poner al hombre en el centro de la acción sagrada, que es por el contrario el lugar que éste debe darle a Dios postrado ante Él en adorante silencio.

Y ante el estupor que pueda causar a los partidarios de la hermenéutica de la continuidad concebida por Benedicto XVI, sostengo que  Bergoglio ha tenido por una vez más razón que un santo al considerar la Misa Trindentina un peligro intolerable para el Concilio, dado que es una Misa tan católica que niega toda tentativa de convivencia pacífica entre las dos formas del Rito Romano. Más aún, es absurdo concebir una forma ordinaria montiniana y otra extraordinaria tridentina en un rito que, como tal, tiene que representar la única voz de la Iglesia de Roma —una voce dicentes–, con la limitadísima excepción de los ritos venerables por su antigüedad como el ambrosiano, el lionés, el mozárabe y las mínimas variantes del rito dominico y otros por el estilo. Repito: los redactores de Traditionis custodes saben de sobra que el Novus Ordo es la expresión cultual de otra religión –la de la iglesia conciliar–, distinta de la religión de la Iglesia Católica, cuya perfecta traducción orante es la Misa de San Pío V. Bergoglio no tiene el menor deseo de resolver el desacuerdo entre el bando de la Tradición y el del Concilio. Todo lo contrario: la idea de provocar una ruptura viene bien para expulsar a los católicos tradicionales, ya sean sacerdotes o laicos, de la iglesia conciliar que ha sustituido a la Iglesia Católica y de la cual sólo conserva el nombre (y aun así de mala gana). El cisma que desean en Santa Marta no es el herético del camino sinodal de las diócesis alemanas, sino el de los católicos tradicionales exasperados por las provocaciones de Bergoglio, los escándalos de su corte, y sus declaraciones inoportunas y divisivas (aquí y aquí). Para ello, Bergoglio no vacilará en llevar a sus máximas consecuencias los principios del Concilio a los que se adhiere incondicionalmente: considerar el Novus Ordo la única forma del Rito Romano postconciliar y, coherente con ello, abrogar toda celebración del Rito Romano antiguo por ser totalmente ajena al sistema del Concilio.

Es, además, innegable, por encima de toda refutación, que no hay posibilidad de reconciliación entre dos conceptos eclesiológicos heterogéneos, mejor dicho contrarios. O sobrevive una de las dos y la otra desaparece, o desaparece una y sobrevive la otra. La convivencia entre Vetus y Novus Ordo es una quimera, un imposible, algo artificioso y engañoso. Porque lo que el celebrante realiza perfectamente en la Misa apostólica hace que de forma natural e infalible haga lo que desea la Iglesia; en cambio, lo que hace en la Misa reformada el presidente de la asamblea está casi siempre contaminado con variaciones autorizadas del propio rito, aunque en él se realice de forma válida el Santo Sacrificio. Pues bien: precisamente en ello consiste la Misa nueva: su fluidez, su capacidad de adaptarse a las exigencias de las más variopintas asambleas, de que lo mismo la pueda celebrar un sacerdote que cree en la Transustanciación y lo manifiesta con las genuflexiones prescritas que uno que cree en la transignificación y da de comulgar a los fieles en la mano.

No me extrañaría que un futuro muy cercano el que está abusando de la autoridad apostólica para demoler la Santa Iglesia y provocar el éxodo masivo de los católicos preconciliares no se conformara con poner límites a la celebración de la Misa de siempre, sino que llegase a prohibirla del todo, porque en una prohibición semejante se compendia el odio sectario contra la Verdad, el Bien y la Belleza que  inspira  la conjura modernista desde la primera sesión de su ídolo, el Concilio. No olvidemos que, en perfecta consonancia con esta impostura fanática y tiránica, la Misa Tridentina fue descaradamente abrogada con la promulgación del Misal Romano de Pablo VI, y que todos los que siguieron celebrándola fueron, sin exagerar, perseguidos, excluidos, los hicieron morir de pena para luego sepultarlos con el rito moderno, como para sellar una miserable victoria sobre un pasado que había que olvidar definitivamente. En aquel tiempo a nadie le interesaban los motivos pastorales para derogarlo con todo el rigor del derecho canónico, del mismo modo que a nadie le importan actualmente las razones pastorales que pudieron inducir a tantos obispos a permitir la celebración del rito tradicional por la que sacerdotes y fieles manifiestan un afecto particular.

El intento conciliador de Benedicto XVI, loable por los efectos temporales de su autorización del usus antiquor, estaba abocado al fracaso precisamente porque era fruto de la utopía de poder aplicar la síntesis de Summorum Pontificum a la tesis tridentina y la antítesis de Bugnini. Semejante concepto filosófico, influenciado por el pensamiento de Hegel, no era viable por la propia naturaleza de la Iglesia (y de la Misa), que o es católica o no es. No puede estar al mismo tiempo firmemente anclada en la Tradición y azotada por las olas de una mentalidad secularizada.

Por ese motivo, me causa gran desazón leer que el P. Reid considere la Misa de los Apóstoles «expresión de la legítima pluralidad que es parte de la Iglesia de Cristo», porque la pluralidad de las voces se expresa en una sinfonía integradora, y no en la presencia simultánea de la armonía y del estruendo. Aquí tenemos un equívoco que hay que aclarar cuando antes, y que con toda probabilidad quedará resuelto, no tanto por la tímida y sereno desacuerdo de quienes piden tolerancia para ellos mientras se la reconocen también a los que reivindican principios totalmente contrarios, sino por la acción intolerante y vejatoria de quienes creen que podrán imponer su propia voluntad yendo a contramano de la voluntad de Cristo, Jefe de la Iglesia, mientras presumen de que pueden gobernar el Cuerpo Místico a la manera de una multinacional, como acertadamente ha puesto de manifiesto el cardenal Müller en una intervención reciente.

A pesar de ello, bien pensado, lo que actualmente sucede y lo que pasará en un futuro cercano no son otra cosa que la consecuencia lógica de los cimientos que se echaron en otro tiempo, la siguiente etapa en una larga serie de  pasos más o menos lentos ante los que muchos han callado, aceptado y sufrido chantajes. Porque quien celebra habitualmente la Misa Tridentina pero sigue celebrando ocasionalmente el Novus Ordo –y no me refiero a los sacerdotes que han sido chantajeados, sino a los que podían imponerse o tenían libertad para escoger– ha cedido ya en sus convicciones y acepta la posibilidad de celebrar indistintamente uno u otro rito. Como si fueran equivalentes, como si fueran nada menos que la forma extraordinaria y la ordinaria de un mismo rito. ¿Acaso no es lo mismo que, con métodos análogos, ha sucedido en el ámbito civil, con la imposición de restricciones y la vulneración de derechos fundamentales, aceptados en silencio por la mayoría de la población, aterrorizada por el peligro de una pandemia? También en esas mismas circunstancias, con motivos distintos pero un mismo objetivo, se ha chantajeado a la ciudadanía: «Si no se vacunan no podrán trabajar, viajar o comer en un restaurante». ¿Cuántos, aun sabiendo que se trataba de un abuso de autoridad, obedecieron? ¿Les parece que las técnicas de manipulación de la opinión pública son muy diferentes, cuando quienes los emplean provienen del mismo bando enemigo y son guiados por la Serpiente misma? ¿Piensan que el plan del Gran Reinicio, ideado por el Foro Económico Mundial de Klaus Schwab, tiene objetivos diferentes de los que se ha fijado la secta bergogliana? En este caso el chantaje no es sanitario, sino doctrinal, y exigirá que se acepte exclusivamente el Concilio y el Novus Ordo Missae para que se puedan ejercer derechos en la iglesia conciliar. Los tradicionalistas serán tildados de fanáticos como los que no se quisieron vacunar.

Cuando Roma prohíba la celebración de la Misa Tradicional en todas las iglesias del mundo; cuando crean que pueden servir a dos señores –la Iglesia de -Cristo y la conciliar–, descubrirán que han sido engañados, como ya lo fueron en su día los padres conciliares. Entonces se verán obligados a tomar la decisión que creyeron que podrían evitar, y los obligará a desobedecer una orden ilícita para poder obedecer al Señor, o doblegarse a la voluntad del tirano faltando a sus deberes como ministros de Dios. Piénselo bien al hacer examen de conciencia todos los que evitaron apoyar a los pocos, poquísimos hermanos fieles a sus obligaciones sacerdotales que fueron señalados como desobedientes e intransigentes porque se vieron venir el engaño y el chantaje.

No se trata de disfrazar la Misa montiniana de la Misa de antes, tratando de disimular con paramentos y cantos gregorianos la hipocresía farisaica que la concibió. No es cuestión de suprimir la Oración Eucarística II ni de celebrar ad orientem; la batallaque se libra es la diferencia ontológica entre el concepto teocéntrico de la Misa Tridentina y el antropocéntrico de su adulteración conciliar.

No es ni más ni menos que el combate entre Cristo y Satanás. Una batalla por la Misa, que es el corazón de nuestra Fe, el trono en el que viene a sentarse el divino Rey eucarístico, el Calvario en el que se renueva en forma incruenta la inmolación del Cordero inmaculado. No es una cena, ni un concierto, ni una exhibición de excentricidades, ni un púlpito para herejes ni una tribuna para candidatos a una elección.

Una batalla en la que aumentarán los refuerzos espiritualmente en la clandestinidad para el clero fiel a Cristo, considerado cismático y excomulgado, mientras que en los templos adictos al rito reformado se imponen la infidelidad, el error y la hipocresía. Es ausencia: ausencia de Dios, ausencia de sacerdotes santos, ausencia de buenos fieles. La ausencia –lo dije en la homilía sobre la Cátedra de San Pedro (aquí)–  de unidad entre la Cátedra y el Altar, entre la autoridad sagrada de los pastores y su propia razón de ser, siguiendo el modelo de Cristo, dispuestos a ser los primeros en el Gólgota, a inmolarse por el rebaño. Quien rechaza este concepto místico del sacerdocio termina por ejercer una autoridad sin la aprobación que sólo viene del Altar, del Sacrificio, de la Cruz; de Cristo, que reina en esa Cruz como Soberano, Rey y Pontífice, así como sobre los soberanos temporales y espirituales.

Si es eso lo que se propone Bergoglio para manifestar su poder tiránico ante el estruendoso silencio del Colegio Cardenalicio y el Episcopado, sepa que se topará con la oposición firme y decidida de numerosas almas buenas dispuestas a combatir por amor al Señor y por la salvación de su alma, resueltas a no ceder en un momento tan tremendo para el destino de la Iglesia y el mundo; combatir a quienes desean suprimir el Sacrificio perpetuo, como para acelerar la ascensión del Anticristo a  la cima del Nuevo Orden Mundial. No tardaremos en entender las tremendas palabras del Evangelio (Mt.24,15) con las que el Señor habla de la abominación desoladora instalada en el templo: el abominable horror de que nos prohíban el tesoro de la Misa, de ver el despojo de nuestros altares, nuestras iglesias clausuradas y nuestras funciones obligadas a pasar a la clandestinidad. Esa será la abominación desoladora: el fin de la Santa Misa apostólica.

El 21 de enero del año 304, cuando Inés, de 13 años, padeció el martirio, muchos fieles y sacerdotes habían apostatado de la Fe con la persecución de Diocleciano. ¿Temeremos nosotros también que la secta conciliar nos condene al ostracismo, cuando una niña nos dio ejemplo de fidelidad y fortaleza ante el verdugo? Su fidelidad heroica fue elogiada por San Ambrosio y San Dámaso; hagámosnos nosotros dignos, por indignísimos que seamos, del elogio futuro de la Iglesia mientras nos aprestamos para las pruebas en que daremos testimonio de que somos de Cristo.

 

21 de enero de 2023

Sanctæ Agnetis Virginis et Martyris

 

[1]Tres años antes de la Revolución Francesa, el Sínodo de Pistoya formuló algunas doctrinas heréticas que anticipaban significativamente los errores modernistas del Concilio Vaticano II: aversión a las devociones piadosas, insinuación de que la doctrina sobre la Gracia y la predestinación debía recuperar la pureza de la antigüedad por haberse entendido mal durante siglos; adopción de la lengua vulgar en la liturgia y rezo en voz alta de muchas oraciones; supresión de los altares laterales, de la colocación de reliquias y flores en los altares y de imágenes de santos no mencionados en las Sagradas Escrituras; dudas sobre la licitud de misas en las que los fieles no dan la comunión, o empleo de palabras inapropiadas para definir la Consagración. A tales errores, Pío VI respondió: «No permanezca nunca silenciosa la voz de San Pedro en la Cátedra en que vive y preside por siempre, ofreciendo la verdad de la Fe a quienes la buscan» (San Crisólogo, Carta a Eutiquio).

 

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